Un economista agorero es como un periodista carroñero: buscan una gloria efímera a partir de la banalidad. Sin embargo ¿qué sucede cuando todo parece ir en la dirección equivocada y hay pocas voces de alerta? En muchos lugares, los mercados parecen exhibir un optimismo y la economía real una complacencia que no se corresponden con la experiencia histórica, los principios contables ni el sentido común.
Hay muchos ejemplos, pero uno de los más recientes y llamativos es el rally bursátil en Estados Unidos. No parece responder a los fundamentales económicos. Los inversores continúan apostando porque la fiesta no tiene fin, alentados por Trump y sus prometidas reducciones de impuestos y medidas promercado. Esa euforia solo hará más duro el golpe cuando llegue. El sector tecnológico y la innovación ofrecen réditos innegables, pero puede que se le esté pidiendo demasiada leche a esa ubre. La concentración de riqueza en unas pocas empresas tecnológicas resulta preocupante, pues amplifica los riesgos sistémicos. Si el sector fracasa, la caída afectará tanto a los mercados como al empleo y a los ingresos fiscales. El impacto de la inteligencia artificial, que promete revolucionar industrias, está distorsionando las expectativas de rentabilidad de forma desmesurada. La clave reside en incorporarla paulatinamente a la productividad, no en descontar de antemano todos sus hipotéticos beneficios.
Otro caso revelador es la visión cada vez más extendida de que las economías europeas más al sur han tomado un cierto liderazgo ante la crisis de países como Alemania y Francia, evidenciando una preocupante miopía. Llevamos años aceptando que España, Italia y Grecia requieren reformas estructurales para mejorar su productividad. Estas no han llegado o, en el mejor de los casos, no con la intensidad necesaria. No obstante, parece que una coyuntura que favorece al sector servicios es ya suficiente para cantar victoria. Esta crisis obligará a Alemania a reinventarse (tiempo al tiempo), aunque de momento sea más cómodo criticar el legado de Merkel. En cuanto a Francia, el problema es de mayor calado: su insostenibilidad financiera y la resistencia a avanzar en reformas de fondo. La falta de cambios en su sistema de pensiones y la creciente deuda pública han convertido a Francia en una bomba de relojería económica. Las continuas protestas sociales por cualquier intento de cambio revelan una sociedad atrapada en la parálisis.
Parte del optimismo se cimenta sobre la ignorancia de un principio esencial: lo que se gasta debe pagarse. Han sido muy reveladoras algunas voces minoritarias que aprecian algo más que un exceso de confianza. Entre ellas, los artículos de Ruchir Sharma en Financial Times en los últimos meses, que considera que estamos ante la "madre de todas las burbujas" en Estados Unidos. Siendo importante, la causa principal no es la sobrevaloración de activos. El problema principal es que el impulso económico viene por un gasto público desmedido que, tras la crisis financiera, se ha considerado erróneamente la solución para todo. Los gobiernos están acumulando deuda y Estados Unidos de los que más. La próxima gran crisis será de las finanzas públicas. El estiramiento del chicle de la deuda tiene un límite.
Este aumento sostenido y casi atávico del endeudamiento público tiene también una explicación en el papel de los bancos centrales, que asumieron el rol de salvavidas tras la crisis financiera, pero han terminado sosteniendo los bonos del Estado por encima de los inversores privados. Esto ocurre en un contexto en el que otro peligroso chicle se ha inflado y desinflado con rapidez: los tipos de interés. En los últimos 50 años todas las grandes crisis vinieron precedidas de cambios bruscos en los tipos (yendo por exceso o por defecto en subidas y bajadas). Quizá ahora sea la excepción. O quizá no.
* Francisco Rodríguez Fernández es catedrático de Economía de la Universidad de Granada y economista sénior de Funcas.